La influencia que ejerce la cultura judeocristiana sobre casi cualquier persona en el mundo occidental, incluso sin ser creyente, es notable. George Steiner, hablando de las ideas en las que se cimenta Europa, no duda en equiparar la importancia de Grecia con la de Israel, el venerado pensamiento griego con la a veces olvidada herencia hebraica. Esta, podría pensarse, es mucho más sutil, mucho más internalizada. Tanto, que puede generar un trastorno psicológico conocido como Síndrome de Jerusalén.
Este desorden se caracteriza porque la persona que lo desarrolla se cree súbitamente “el elegido”, un mesías destinado para cumplir una misión redentora. En ocasiones se creen vicarios del Cristo, en otras se creen el Cristo mismo, siempre están convencidos de que Dios mismo les comunicó sus deseos y mandatos.
Los comportamientos que se emprenden a partir de esto pueden ser diversos, desde pararse en una esquina para comenzar a predicar, hasta pasar mucho tiempo orando sin descanso, no bañarse en muchos días o ayunar por periodos prolongados. Las cosas se empiezan a complicar, sin embargo, cuando la misma voz que le confesó ser “el elegido”, impulsa a esta persona a realizar actos que pueden resultar destructivos, que causan sufrimiento a sí mismos y a otros.
El tratamiento que estas personas reciben igualmente es variado: antipsicóticos, tranquilizantes, intentos inútiles de convencerlos de lo contrario a lo que creen con toda su voluntad. En algunos casos basta un mes de tratamiento en un hospital especializado para devolver al paciente a la normalidad mental, en otros una semana es más que suficiente. Se ha documentado que ciertas personas solo requieren volver con sus familias y el trato cotidiano con personas que conocen para sacarlos de su delirio.
Curiosamente en este desorden influye mucho el tipo de espacios donde se mueve el individuo. No por casualidad el trastorno lleva el nombre de una de las capitales religiosas más importantes del mundo: cuando una persona está rodeada de toda una matriz arquitectónica y anímica que remite a cierto misticismo espiritual, la probabilidad de que se transforme la manera en que percibe su realidad, es mayor.
Este desorden se caracteriza porque la persona que lo desarrolla se cree súbitamente “el elegido”, un mesías destinado para cumplir una misión redentora. En ocasiones se creen vicarios del Cristo, en otras se creen el Cristo mismo, siempre están convencidos de que Dios mismo les comunicó sus deseos y mandatos.
Los comportamientos que se emprenden a partir de esto pueden ser diversos, desde pararse en una esquina para comenzar a predicar, hasta pasar mucho tiempo orando sin descanso, no bañarse en muchos días o ayunar por periodos prolongados. Las cosas se empiezan a complicar, sin embargo, cuando la misma voz que le confesó ser “el elegido”, impulsa a esta persona a realizar actos que pueden resultar destructivos, que causan sufrimiento a sí mismos y a otros.
El tratamiento que estas personas reciben igualmente es variado: antipsicóticos, tranquilizantes, intentos inútiles de convencerlos de lo contrario a lo que creen con toda su voluntad. En algunos casos basta un mes de tratamiento en un hospital especializado para devolver al paciente a la normalidad mental, en otros una semana es más que suficiente. Se ha documentado que ciertas personas solo requieren volver con sus familias y el trato cotidiano con personas que conocen para sacarlos de su delirio.
Curiosamente en este desorden influye mucho el tipo de espacios donde se mueve el individuo. No por casualidad el trastorno lleva el nombre de una de las capitales religiosas más importantes del mundo: cuando una persona está rodeada de toda una matriz arquitectónica y anímica que remite a cierto misticismo espiritual, la probabilidad de que se transforme la manera en que percibe su realidad, es mayor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario